San Juan Bautista.

San Juan Evangelista.

Los dos Juanes son los grandes ejemplos de una vida limpia. ¿Quién presenta, hermanos míos, una santidad tan majestuosa como el Bautista?

Él alcanzó un privilegio que se aproxima a la prerrogativa de la Santísima Madre de Dios, pues si ella fue concebida sin pecado, él al menos, sin pecado nació. Ella es toda pulcra, toda santa, y el pecado no tuvo parte en su vida.

San Juan participó, al comienzo de su existencia en la maldición de Adán, estuvo bajo la ira divina, privado por tanto de la gracia que Adán había recibido al principio y que es vida y fuerza de la naturaleza humana.

Sin embargo, tan pronto como Cristo, su Señor y Salvador vino a él, y María saludó a su madre, Isabel, recibió de inmediato la gracia de Dios y la culpa original le fue borrada del alma. Por eso celebramos el nacimiento de San Juan.

Los Santos Juanes y la Virgen.

La Iglesia no celebra nada que no sea santo. No celebra la natividad de San Pedro, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Bernardo, ni la de otro cualquier santo, por importante que sea, porque todos nacieron en pecado. Celebra sus conversiones, sus virtudes, sus martirios, sus muertes, pero no su nacimiento, porque en ningún caso pudo ser santo. Conmemora solo tres navidades: las de Nuestro Señor, su Madre y finalmente San Juan. ¡Gran don, hermanos míos, este que distingue al Bautista y incluso les separa de todos los profetas y predicadores que han anunciado la palabra de Dios!

Y como el inicio así fue también el curso de su vida. Llevado al desierto por el Espíritu, allí vivió en absoluta sencillez, vestido rudamente, alejado de los hombres durante treinta años, entregado a la oración y a la penitencia, hasta que fue llamado a predicar la conversión, anunciar a Cristo y bautizarle. Efectuada su misión, sin pecado conocido sobre sí, fue apartado como instrumento que ha cumplido su fin, y conducido a la prisión hasta la muerte por la espada del verdugo.

Santidad es la idea central que respecto a San Juan se imprime en nosotros desde el principio hasta el final de su existencia: un santo magnífico, un asceta desde su infancia, un predicador a un pueblo caído, y finalmente un mártir.

Tal vida colma las expectativas que el saludo de María suscitó antes del nacimiento.

“Muy digno de honor – dice la Iglesia – es el bienaventurado Juan, que se recostó en el pecho del Señor durante la última cena, a quien Cristo encomendó su Madre desde la cruz. Fue elegido puro por el Señor, y más amado por los demás.”

Y sin embargo es todavía más bella y majestuosa la imagen del otro Juan, el gran apóstol, evangelista y profeta de la Iglesia, que se unió desde muy pronto al grupo escogido por el Señor, y sobrevivió por largos años a todos sus compañeros.

Podemos contemplarle en su juventud y en su edad anciana, y observar que durante la vida entera su virtud más señalada es la pureza. Es el apóstol virgen, tan querido al Señor por este motivo, “el discípulo a quien Jesús amaba”, que se apoyó sobre su pecho, que recibió a su Madre al pie de la cruz, que experimentó la visión de todos los prodigios al fin de los tiempos.

“Muy digno de honor – dice la Iglesia – es el bienaventurado Juan, que se recostó en el pecho del Señor durante la última cena, a quien Cristo encomendó su Madre desde la cruz. Fue elegido puro por el Señor, y más amado por los demás”

(Cfr. Responsorio breve del primer nocturno de la festividad de San Juan en el Breviario Romano de San Pío X).

Fue él quien en su juventud manifestó su presteza a beber con Cristo el cáliz del dolor, vivió larga y abnegadamente en tierra extranjera, fue luego conducido a Roma, y desterrado finalmente a una lejana isla hasta sus últimos días.

Custodia.

¡Qué difícil es concebir adecuadamente la santidad de estos grandes siervos de Dios, muy diferentes en su historia, su vida y su muerte, pero semejantes en su alejamiento de lo terreno, su serenidad y su inocencia! Nunca cometieron pecado mortal, y muy probablemente evitaron también todo pecado venial deliberado.

Es incluso posible que en muchos períodos de su vida, no se contaminaran con falta alguna. La gracia de Dios dominó en ellos la rebeldía de la razón, el desvío de los sentimientos, el desorden de las ideas, la fiebre de la pasión y la traición de los sentidos.

Vivieron en un mundo propio, interior, sereno y estable. Si hablaron al hombre pecador como misioneros o como confesores, lo hicieron como desde un santuario, sin mezclarse del todo con aquellos a quienes se dirigían. Hablaron como “una voz que clama en el desierto” o “en el espíritu del día del Señor”.

Por eso nos referimos a ellos más bien como modelos de santidad que de amor, por que el amor mira un objeto externo, corre hacia él y se afana en poseerlo; mientras que estos santos se acercaron tanto al Objeto de su amor, se les concedió en tan alta medida recibirlo en sus pechos y hacerse una sola cosa con Él, que sus corazones no ya amaban el cielo, sino que eran ellos mismos parte del cielo; no ya veían la luz, sino que eran luz. Vivieron entre los hombres como aquellos ángeles de tiempos pasados que vinieron a los patriarcas para hablarles como si fueron Dios, porque Dios estaba en ellos y hablaba por ellos.

De igual modo, nuestros dos santos estaban absorbidos en la divinidad, por así decirlo, vivían una vida divina en la medida que esto es posible a un hombre; conducían una vida serena, por encima del dolor, el temor, el hastío, el deseo y la aversión: eran las más perfectas imágenes que la tierra ha visto de la paz e inmutabilidad de Dios.

Lo mismo puede afirmarse de los muchos santos castísimos que la historia ofrece a nuestra veneración: San José, San Antonio, Santa Cecilia, San Nicolás de Bari, Santa Catalina de Siena, junta a otros muchos, y por encima de todos la Virgen de las Vírgenes, Santa María.

JOHN H. NEWMAN.
Discursos sobre la fe, pp 90-93.
Nebli. Clásicos de espiritualidad, nº 8